Mucho se habla y se escribe sobre Mariátegui, sobre todo en las fechas en que hay que cumplir con el rito de rendirle homenaje; pero poco, muy poco se hace para actuar como él. Ciertos sectores han separado al Mariátegui “intelectual” de su filiación marxista convicta y confesa como él mismo atestiguara, de su compromiso y actividad política revolucionaria.
Queda entonces un Mariátegui aséptico, potable, inofensivo, castrado de su filo revolucionario, como decía Lenin refiriéndose a quienes pretendían hacer lo propio con Marx y Engels. Entretanto los sectores de la izquierda, todos ellos declarándose herederos del Amauta, muchas veces se empeñan en transitar por estériles caminos, alejados por completo de la riqueza de su pensamiento, de su exuberante ejemplo, de su visión siempre renovada.
No hay peor manera de mancillar la memoria de una persona que santificarla de palabra pero negarla en los hechos. ¿De qué valen los discursos, las promesas, las ofrendas florales, los golpes de pecho, las romerías y los demás ritos en homenaje a Mariátegui? De poco si todo eso no va acompañado de actitudes, hechos prácticos, conductas que sintonicen con la forma como el Amauta entendió y asumió la política.
¿Cómo entender que en los partidos de la izquierda y en el seno de las organizaciones gremiales se hayan impuesto en muchos casos conductas sectarias, arribistas, pragmáticas y hasta carentes de principios, mientras al mismo tiempo se hacen las loas más excelsas al Amauta? Esta contradicción seguramente tiene que ver con la herencia de Ravines, teóricamente repudiado, pero cuya influencia en los métodos y estilos de trabajo se dejó sentir en el largo periodo que siguió a la muerte de Mariátegui. Pero también están presentes la influencia del sindicalismo amarillo que asumió a plenitud el aprismo, la politiquería criolla, que es el alma de las clases dominantes, el individualismo y pragmatismo que trajo consigo la ofensiva neoliberal. Se impuso de este modo una manera de entender la política separada de la ética, abriéndose paso un divorcio entre el decir y el hacer, que es la forma “normal” de asumir la política en el presente.
Y esta es precisamente una de las mayores negaciones que se le hace a Mariátegui, para quien ética y política revolucionaria eran una sola cosa. A su vez el Amauta asumió la política como una totalidad abarcadora, integrando la solidez de principios con un amplio horizonte cultural y la práctica consecuente con sus convicciones. Mariátegui fue un revolucionario a carta cabal, cuyo pensamiento dialéctico, permanente renovado y abierto a lo nuevo, no significó renuncia a los principios ni concesiones ideológicas al pensamiento de las clases dominantes. Su vida heroica estuvo consagrada a la realización del ideal socialista, que asumió de manera creadora, sin calco ni copia. Y esta es otra lección que la izquierda no comprendió a plenitud y que lo llevó a obnubilarse en el dogmatismo y el seguidismo ciego de otras experiencias.
Han pasado las épocas en que las diversas agrupaciones de izquierda asistían enfervorizadas a la tumba del Amauta y se disputaban su herencia a pedradas. Ya no ocurre eso, se ha madurado y avanzado en el camino a la unidad. Pero por lo menos en aquellas romerías todos estaban presentes. En la última, realizada el domingo pasado, solo ha participado lo que podríamos llamar el núcleo duro de la izquierda. Hay quienes ya no consideran importante cumplir con este homenaje, pero esta escasez de participantes expresa también la debilidad de los partidos de la izquierda, su escasa capacidad de convocatoria, la desaparición de muchas agrupaciones que en su momento formaron parte de Izquierda Unida.
Las condiciones presentes son sumamente favorables a la expansión del espacio de la izquierda, pero la izquierda tiene que defender y luchar por este espacio desde posiciones principistas, retomando en su verdadera dimensión el legado de Mariátegui. Hay quienes reclaman que la izquierda debe renovarse, lo cual está bien, pero no a costa de desdibujarse. Otros reclaman autocrítica, lo cual también es saludable, pero no a costa de mantenerse contra la pared y a la defensiva. La verdadera autocrítica no es autoflagelamiento, sino corrección práctica de los errores cometidos. La renovación de la izquierda no significa renuncia a los principios, como quisieran unos, ni se agota en la renovación generacional, como entienden otros; significa renovarse en el estilo de Mariátegui, en su forma de asumir la política consustancial con la ética, en sus métodos, en su pensamiento abierto a lo nuevo, en entender el Perú como parte de la universalidad a la vez que como particularidad, en su horizonte cultural y su amplitud de miras, en la práctica permanente, cotidiana, incansable para difundir el ideal socialista y organizar las fuerzas que han de llevarlo a cabo.
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